" Se iniciaba ya el otoño. Los árboles de la ciudad comenzaban a acusar la ofensiva de la estación. Por las calles había hojas amarillas que el viento, a ratos, levantaba del suelo haciéndolas girar en confusos remolinos. Hicimos el camino en la última carretela descubierta que quedaba en la ciudad. Tengo impresos en m cerebro los menores detalles de aquella mi primera experiencia viajera. Los cascos de los caballos martilleaban las piedras de la calzada rítmicamente, en tanto las ruedas, rígidas y sin ballestas, hacían saltar y crujir el coche con gran desesperación de mi tío y extraordinario regocijo por mi parte. Ignoro las calles que recorrimos hasta llegar a la placita silente donde habitaba don Mateo. Era una plaza rectangular con una meseta en el centro, a la que se llegaba merced al auxilio de tres escalones de piedra. En la meseta crecían unos árboles gigantescos que cobijaban bajo sí una fuente de agua cristalina, llena de rumores y ecos extraños. Del otro lado de la plaza, cerraba sus confines una mansión añosa e imponente, donde un extraño relieve, protegido en una hornacina, hablaba de hombres y tiempos remotos; hombres y tiempos idos, pero cuya historia perduraba amarrada a aquellas piedras milenarias. "
Fragmento de "La Sombra del Ciprés es Alargada"
Leyendo a Delibes aprendí a amar mi idioma, aprendí a amar los silencios y los paisajes castellanos y a las gentes sencillas perfectamente dibujadas que pueblan sus obras, gentes que, parafraseando a Delibes, de tanto mirar al cielo lo han levantado haciendo que sea tan alto. Con él se nos ha ido no sólo un gran escritor y una gran persona, que consiguió que lo local se convirtiera en universal, sino también una forma de entender y ver la vida. Una vida que tenía su propio tiempo, envuelto en una cuidadísima prosa basada en un lenguaje natural, sin afectaciones y anacronismos, una forma de expresarse en la que todos podemos reconocernos, carente de cualquier retórica, énfasis o adorno innecesarios.
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